
La experiencia contemplativa, la identificacicon el pobre Crucificado, la pobreza de Belén hacen de nuestra comunidad una auténtica opción evangélica, que en la clausura papal expresa la totalidad del amor repitiendo la experiencia de la primitiva fraternidad franciscana, “conservando la unidad de la caridad intercambiable, el vínculo de la perfección”, como enseña la Madre Santa Clara. Escondida con Cristo en Dios (Col. 3,3), en el misterio del “pequeño claustro de la Santa Sede” de María (Carta 3 a Santa Inés), la clausura es el medio privilegiado que nos permite cristificarnos, y es también una dimensión de la mayor pobreza. Nuestra vida evangélica, además de enriquecerse con las fuentes de inspiración de los fundadores de nuestra Orden, San Francisco y Santa Clara, también saca su carácter mariano de la vida y los escritos de San Maximiliano Kolbe.
La castidad consagrada, testigo del amor esponsal a Cristo, de la “pobreza y humildad del Señor Jesús y de su Santísima Madre”, vivida como expropiación total, obediencia “hasta la muerte”, llamada por el Seráfico Padre “hermana de la caridad”, clausura papal como vida que se alimenta sólo de Dios, “sólo necesaria” y que por tradición se contrae por voto.
La Clarisa de la Inmaculada se conforma a Cristo a través de su consagración a la Inmaculada, “ilimitada, incondicional e irrevocable”, en el compromiso apostólico de hacer que la Inmaculada sea conocida, amada, imitada y glorificada a través de la oración continua, la ofrenda de sí misma y el sacrificio de alabanza.
El silencio, la penitencia y la comunión fraternal, que refuerza los lazos entre las hermanas incluso más allá de la muerte, con oraciones de sufragio completan nuestra forma de vida.
La Sagrada Liturgia, por la que las hermanas alaban a Dios en el corazón de la Iglesia, se celebra diariamente en latín, en la forma propia de la Tradición de nuestro Monasterio, y está destinada a ser el centro y la cumbre de toda la vida de la comunidad.

